Tánger express – Gentleman MX


CAP SPARTEL, a 15 kilómetros del centro de Tánger, es el borde meridional de lo que era el fin del mundo antiguo. Marca la frontera inquieta entre el Océano Atlántico, de un color cobalto abisal, y el Mar Mediterráneo, paradisíaco y espumoso. Su faro de color crema decora el reverso de los billetes de 200 dírhams, que llevan un retrato del rey Mohammed VI en el anverso. En el reverso del faro tridimensional, un póster gigante del propio Mohammed VI custodiando el continente africano. Un poco más al sur se abre la cueva de Hércules, con la bóveda jaspeada por antiguos cinceles y la salida final que desde la cueva oscura, en un día de tormenta, parece un parche en forma de África desde el que se puede espiar el mar, que aún caza el océano, en su lecho sin hacer.

En una de las terrazas del Café Hafa de Tánger, frecuentado por escritores beat y los Rolling Stones, un anciano caballero vestido con una chilaba marrón fuma su sebse, una pipa estrecha y delgada. Entre una calada y otra habla en árabe clásico, con un sonido profético y fluctuante. “¿Qué cosa está escrita, pero nadie la puede leer?”, pregunta. Respuesta: “El destino”. Dada su ubicación geográfica, el destino de Tánger no era tan imposible de descifrar. Ventosa encrucijada de universos, puerta de arcilla roja y caliza amarillenta entre mares y continentes, ha sido fenicia, cartaginesa, romana, vándala, bizantina, árabe, portuguesa, española y británica.

Desde 1923 hasta 1956, año de la independencia de Marruecos, fue una ciudad internacional, con neutralidad política y militar, así como con total libertad de hacer empresa. Su historia sigue viva en la Medina, con las caras y claroscuros que la distinguen, donde se puede escuchar tanto una “s” española como una “r” francesa y los típicos sonidos guturales árabes, y donde se encuentran, a la vez, ojos cafés latinos y del Medio Oriente y ojos azules bereberes y vándalos.

Los caminos que recuerdan las decoraciones de las puertas talladas y los frisos de los portales, se curvan, se retuercen y, a menudo, conducen al mismo punto de partida. El mismo camino que, de alguna forma, ha recorrido la gastronomía de Tánger. “Nuestra cocina está contaminada por muchas tradiciones. Por ejemplo, en Tánger se cocina la paelIa española”, explica Salah Chakor, gerente del Palais Zahia, un restaurante que ofrece especialidades locales (no la paella) en un riad renovado con gusto, que anteriormente albergaba el primer banco marroquí.

La paella nació como un plato de marineros árabes, preparado con sobras y arroz, se instaló en España, se transformó, y terminó regresando al punto de partida. “Comer no se reduce a un acto biológico, sino que es civilización, y a menudo es un encuentro entre civilizaciones”, dice Chakor, quien también es presidente de la Fondation Académie Marocaine de la Gastronomie. Y es un encuentro entre personas: en Le saveur de poisson, muy cerca de la Medina, sirven pescado en cuencos de terracota de los cuales todos los comensales se sirven usando cubiertos de madera, como es tradición.

El zoco es una fiesta de especias y sabores. Se suceden paredes azules desconchadas, montañas rojas de pequeños camarones y atunes color plata entre la mayólica, las frutas de miles de colores y las cestas de polvos multicolores. El zoco es la Creación a portada de galería. A medida que subes hacia la casbah con sus paredes de piedra caliza, los ruidos y los olores disminuyen. A veces los tangerinos se quedan apoyados contra las paredes, los cuellos inclinados, las espaldas relajadas y las manos en los bolsillos. Son personas que saben esperar, son la encarnación de la expresión “Inshallah”, si Dios quiere.

Y, de hecho, Tánger, sin moverse nunca, conoció a genios como William Burroughs, aventureros como el periodista del Times Walter Burton Harris, cuya villa aún alberga una colección de arte contemporáneo, y luego espías, soñadores y vagabundos. Umberto Pasti, escritor, botánico y paisajista llegó así a la ciudad: “Hace cuarenta años, en Marrakech, me peleé con mis compañeros de viaje. Pregunté cuál era la ciudad de Marruecos más alejada de allí, y me fui. Hasta que me encontré frente a cientos de hectáreas de lirios silvestres en flor. Había llegado a Tánger”. Aunque su obra maestra, el jardín de Rohuna, considerado uno de los jardines más bellos de toda África, se encuentra en un pequeño pueblo, también el de Tánger acoge a más de 2 mil especies de plantas, tanto que parece una jungla en ropa de fiesta. En el momento del primer encuentro con Pasti, Tánger tenía tan solo 80.000 habitantes. Hoy hay más de un millón. “El rey quiere convertir la ciudad en una ventana abierta hacia Europa. Después de todo, el cambio es la constante de esta ciudad”.

La casa está amueblada con artefactos del norte de África producidos desde el Neolítico hasta el novecientos. En la veranda cuelga un cráneo de ballena. “Las tribus indígenas de habla árabe, los Jbala, han creado una tradición cultural muy rica, especialmente mística. La mitad de los tangerinos son Jbala que se han establecido en la ciudad a lo largo de los siglos”, comenta Pasti. Y explica con una anécdota su amor por esta tierra: “Ayer me topé a una señora que no conocía y que estaba cargando con dificultad una gran calabaza. Se despertó en el medio de la noche pensando en su jardín fuera de la ciudad, donde no había estado durante mucho tiempo, e inmediatamente se fue a ver si ese jardín le había dado una calabaza. Tras horas de hacer dedo y taxis colectivos, había llegado a su jardín y la había encontrada. Regresó a casa para hacer sopa de calabaza para su esposo, quien la adora. En fin, esta desconocida, allá en la calle, me invita a cenar, me dice que la sopa estaría lista alrededor de las 2 o 3 de la madrugada, que para encontrar su casa solo tenía que ir a cierto barrio y preguntar por ella. De los habitantes de este lugar me encanta el talento para deformar el espacio-tiempo, para desviar la trayectoria de los días”. Otro italiano, el diseñador de interiores Nicolò Castellini Baldissera, descendiente del arquitecto Piero Portaluppi y de Giacomo Puccini, llegó por primera vez aquí con clientes franceses.

“Vivía entre Londres y París, quería cambiar mi estilo de vida, encontrar un refugio exótico y aislado a solo unas horas de vuelo”, dice. El destino lo llevó a Tánger. Vivió seis años en la medina, hasta que no le pareció demasiado ruidosa. “Por casualidad me encontré con otro edificio, que tiene muy poco de marroquí. Inmediatamente me recordó a una casa en Via XX Settembre en Milán, así que decidí crearme un oasis burgués en una tierra exótica”. Este oasis burgués, con paredes de color verde y turquesa, candelabros de cuernos de ciervo abrazados y camas con dosel, es hoy Casa Tosca, residencia de Castellini Baldissera, que toma su nombre de la ópera lírica de su antepasado y, al mismo tiempo, lo da a su línea de muebles de ratán producidos entre Milán y Tánger. “En estos 13 años, Tánger se ha llenado de andamios para renovar calles, glorietas y flores casi en estilo ginebrino. Un tren de alta velocidad conecta la ciudad a Casablanca en dos horas, el Tanger Med es el puerto más grande del norte de África y aquí está la fábrica de Renault más grande del mundo.

Tánger es la apuesta del rey para este siglo”. El guía Abdellghafor Zanguoh de Yalla Tours Tangier dice que de niño jugaba al fútbol en la plaza frente a Casa Tosca. Una terraza de la misma casa, explica, da al techo de cobre, verde por la oxidación, del antiguo consulado italiano y antigua casa de Giuseppe Garibaldi. Todo esto, dentro de la judería. “Pero hay innumerables ejemplos de la sedimentación cultural de la ciudad”, explica Abdellghafor. “Incluso hoy en día hay zonas francas internacionales e iglesias de todas las confesiones aquí; minaretes octogonales toman su forma del estilo andaluz; el té de menta que se sirve en todos los bares es una herencia británica; fuera de la ciudad están construyendo Tangier Tech, una ciudad inteligente que también albergará a 200 empresas chinas; en la medina de Tetouan los letreros de las actividades comerciales están en español”.

El ambiente cosmopolita se extiende a lo largo de la Corniche, hacia el este, y se concentra en hoteles internacionales, como el Farah. Al final de su gran salón, una ventana, llena del azul del mar Mediterráneo, es el telón de fondo para un piano de cola blanco. Detrás, hacia el sur, brilla una luz potente y ardiente: penetra en las nubes oceánicas y esculpe sus sombras con contornos claros y cristalinos en las laderas del Rif que bordean las fronteras del viejo mundo.





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